domingo, 23 de julio de 2017

Los "TIEMPOS VIOLENTOS" de PEÑA NIETO,las CIFRAS ABRUMAN...la incompetencia encabrona.


La cifra abruma. 10 años, 210 mil víctimas de homicidio. El equivalente a borrar del mapa a una ciudad media. El equivalente de todos los muertos de todas las batallas de toda la historia del país.
La cifra también engaña. La agregación mecánica de cadáveres no ayuda a pensar en las diferentes fases de este decenio de violencia ni a entender la mecánica del proceso.
En términos altamente esquemáticos, la violencia mexicana de la última década ha pasado por tres periodos:
1. Un ascenso vertiginoso entre 2007 y 2011 que implicó la triplicación de la tasa de homicidio.
2. Una caída moderada, pero sostenida entre 2011 y 2014, que llevó la violencia homicida de vuelta a los niveles de 2009.
3. Un nuevo incremento, iniciado a finales de 2014, lento en sus fases tempranas y rápido a partir de mediados de 2016.
Sobre la primera fase se ha escrito mucho. La brillante generación de violentólogos mexicanos y extranjeros surgida en estos años ha propuesto una gran diversidad de teorías para explicar la explosión de violencia que sacudió al país durante la administración de Calderón.1 Cada una de ellas ha aportado algo para avanzar en la comprensión del fenómeno.
Pero sobre las fases subsiguientes sabemos poco y entendemos menos. No hay ninguna buena teoría para explicar el freno y posterior caída de la violencia homicida a partir de 2011. Hay, en el mejor de los casos, intuiciones sujetas a comprobación.2
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Ilustraciones: Patricio Betteo
Sobre la actual fase de ascenso la situación es todavía peor. Apenas estamos en el momento del registro empírico, apenas estamos vislumbrando el tsunami que se nos viene encima.3 No hay, por tanto, ninguna elaboración analítica, más allá de la repetición de algunos lugares comunes sobre la estrategia fallida del gobierno y las debilidades del marco institucional.
Este texto no pretende cubrir esas carencias. Es simplemente un intento por delinear algunas tesis (muy) generales sobre la violencia mexicana de los años recientes. Otros, mejores que yo y mucho más duchos para las tareas analíticas, tal vez puedan someterlas en el futuro a una revisión detallada. Por mientras, todo lo que sigue sólo merece los calificativos de tentativo, especulativo y parcial.

Primera tesis: La disminución de la violencia entre 2011 y 2014 fue un asunto eminentemente local

En 2010 casi una cuarta parte de los 25 mil 757 homicidios cometidos en el país ocurrieron en el estado de Chihuahua. Y de los seis mil 407 asesinatos chihuahuenses, tres mil 766 tuvieron lugar en Ciudad Juárez. Dicho de otra manera, un solo municipio, el cual alberga a 1% del país, concentró en ese año a casi 15% del total nacional de homicidios.
En consecuencia, lo que sucediese en ese municipio tendría repercusiones nacionales. Y algo, en efecto, sucedió: entre 2010 y 2014 el número de homicidios en Ciudad Juárez disminuyó 84%. No tengo empacho en llamar milagro a ese hecho (ver gráfica 1).
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Al milagro de Juárez le seguirían el de Monterrey y el de La Laguna. En la capital neoleonesa la caída fue de 77% entre 2011 y 2014. En Torreón los homicidios disminuyeron 75% en el mismo periodo.
Sumados, los estados de Chihuahua, Coahuila, Durango y Nuevo León explican el grueso de la disminución de los homicidios entre 2011 y 2014. De hecho, si se toma a 2010 como base de comparación, no hay virtualmente ningún cambio una vez que se excluyen los totales de esos cuatro estados (ver gráfica 2).
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Ese hecho apunta a que la disminución de la violencia entre 2011 y 2014 no fue un fenómeno nacional (siendo sincero, lo mismo se podría decir del ascenso previo). Lo que sea que haya funcionado tuvo probablemente su origen en dinámicas locales específicas, no en un cambio de política nacional.
Esa conclusión (tentativa) es, en una primera lectura, desesperanzadora. Sugiere que poco importa lo que se haga en las esferas nacionales para frenar la violencia y que las condiciones locales determinan lo que se puede hacer en la materia. Pero también abre una posibilidad intrigante: tal vez existan múltiples modelos para revertir la violencia y que concentrarse en la “estrategia”, pensada en glorioso singular, es perder el tiempo.

Segunda tesis: El ascenso reciente sí es un fenómeno (casi) nacional

En 2016 Colima vivió un infierno. En los primeros 10 meses del año el número de víctimas de homicidio doloso más que se triplicó en comparación con el mismo periodo de 2015, dándole al estado el dudoso honor de encabezar las tablas nacionales de tasa de homicidio.
Colima es un caso extremo, pero no único. En Veracruz las víctimas de homicidio doloso crecieron 161% en el mismo periodo. En Zacatecas el brinco fue de 93%. En Michoacán 62%. De hecho, el número de víctimas aumentó en 23 de 32 entidades federativas. En 20 de ellas la tasa de expansión fue de dos o tres dígitos (ver gráfica 3).
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Ese hecho sugiere que no estamos aquí ante una colección dispersa de malas noticias locales sino ante un fenómeno (casi) nacional. Es probable que haya algunos factores comunes que simultáneamente estén empujando la violencia hacia arriba en estados tan dispares como Colima, Veracruz, Nuevo León o Puebla.
Eso no implica, por supuesto, la inexistencia o la irrelevancia de detonadores o aceleradores específicamente locales. La guerra que se libra por el control de Manzanillo probablemente tenga una lógica muy distinta a la que anima a la matazón en Poza Rica. No obstante, es notable la dispersión geográfica del fenómeno y el hecho de que involucre lo mismo a escenarios tradicionales de la guerra contra las drogas que a estados que habitualmente no aparecían en la geografía de la violencia.

Tercera tesis: El crecimiento y dispersión de la violencia es producto de una transición en el submundo criminal

Dos agentes del Ministerio Público asesinados. Un enfrentamiento entre presuntos delincuentes y elementos de la Gendarmería. Alcaldes amenazados de muerte. Cuatro personas muertas en una balacera en pleno zócalo de una comunidad rural. Otra víctima mortal y 12 heridos en un ataque en un campo de beisbol.
¿Michoacán? ¿Tamaulipas? No, todo lo anterior sucedió en los últimos seis meses en Puebla. En una región conocida como el Triángulo Rojo, al oriente de la capital del estado, e integrada por los municipios de Acajete, Amozoc, Tepeaca, Acatzingo, Los Reyes de Juárez, Quecholac y Palmar de Bravo.
¿Y que hay allí que genere tanta violencia? ¿Narcotráfico? No, ductos de Pemex, ordeñados masivamente por bandas criminales.4
Ese es un ejemplo de la nueva realidad de la delincuencia organizada en el país. Ya no se trata solamente (o, tal vez, principalmente) de llevar drogas ilícitas a mercados externos, sino de explotar economías locales. Eso incluye la participación en diversos mercados ilegales (como el de combustible robado, por ejemplo), pero también actividades claramente predatorias como el secuestro, la extorsión o el robo masivo.
La diversificación de las fuentes de ingreso ilícito ha producido una dispersión geográfica de la delincuencia organizada y de la violencia asociada. Cuando el narcotráfico era la actividad básica de los grupos criminales la violencia tendía a concentrarse en las zonas de producción de drogas ilícitas y en las principales rutas de trasiego. Pero cuando el juego se vuelve el espolio (casi) cualquier lugar es bueno ¿Trenes en Guanajuato? A robarlos. ¿Poliductos en Puebla? A ordeñarlos. ¿Limones en Michoacán? A extorsionar a los productores. Y a matar a todos los que se opongan o quieran competir.
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Esta multiplicación de rentas criminales ha ido de la mano de la fragmentación de las bandas del narcotráfico. Hace una década el submundo criminal estaba dominado por seis (tal vez siete) grupos, con liderazgos más o menos identificables, razonablemente cohesionados y dedicados en lo fundamental al tráfico internacional de drogas. Hoy siguen existiendo algunos grupos de ese género (el Cártel de Sinaloa o el Cártel de Jalisco Nueva Generación), pero otros, la mayoría, hicieron implosión, en buena medida como resultado de la política de decapitación del gobierno federal (tanto bajo Calderón como bajo Peña Nieto). Del seno de esos grandes cárteles surgió una colección gigantesca de pequeñas (o medianas) bandas.
Según datos de Lantia Consultores, la empresa presidida por Eduardo Guerrero, no menos de 47 bandas delictivas tienen su origen en la organización de los Beltrán Leyva. De Los Zetas emergieron 33 grupúsculos. Del Cártel del Golfo, 36. Incluso, en los cárteles remanentes (Sinaloa o Jalisco) existen células armadas con altos grados de autonomía.
Ese ecosistema emergente ha desestabilizado al submundo criminal. Las bandas de nuevo cuño operan de manera básicamente independiente y no se sienten restringidas por su afiliación original. Por ejemplo, en Tamaulipas, hay zetas peleando contra zetas y golfos contra golfos. Y por momentos algunos golfos, aliados con algunos zetas, entran en guerra contra otros golfos u otros zetas o alguna combinación.
Ante ese contexto no parece casualidad el ascenso y dispersión de la violencia. Las bandas emergentes no tienen la sofisticación o los contactos para grandes operaciones de narcotráfico. Tienen, sin embargo, una alta capacidad y disposición para la violencia. Y la ejercen sin freno, sobre todo cuando se topan con vacíos institucionales.

Cuarta tesis: La administración Peña Nieto abandonó el proceso de construcción institucional y se quedó sin recursos para enfrentar el incremento de la violencia

En las fases tempranas de la actual administración federal una palabra dominaba el discurso gubernamental sobre seguridad: coordinación. ¿La diferencia con la estrategia de seguridad del gobierno anterior? La coordinación. ¿El eje central del operativo en Michoacán? La coordinación. ¿El propósito de las reuniones con gobernadores? La coordinación. El presidente de la República hacía gala del tema en cada discurso sobre éste,5 al igual que el secretario de Gobernación6 y el comisionado nacional de Seguridad.7
Y el asunto no se quedaba en meras declaraciones. En el Programa Nacional de Seguridad Pública 2014-2018 se incluyó como objetivo lo siguiente: “Promover mecanismos de coordinación entre dependencias del gobierno de la República para garantizar la efectividad en las políticas de seguridad”.8 Es decir, en la visión del gobierno la coordinación era un fin en sí mismo, independientemente de los propósitos a perseguir y de la política a impulsar.
El fetiche de la coordinación partía de suponer que la explosión de violencia entre 2007 y 2012 tenía un origen eminentemente político: la incapacidad del gobierno de Calderón para a) poner en orden a las dependencias federales y b) obtener la colaboración de gobiernos estatales y municipales. Ya con el PRI en el gobierno federal y con talentosos operadores políticos al mando de las dependencias públicas, ese problema desaparecería y, coordinadas, las instituciones del Estado contendrían la oleada de violencia. No se requería una transformación institucional significativa: se podía con lo que había, sabiéndolo manejar.
En consecuencia, el fortalecimiento de las instituciones de seguridad y justicia dejó de ser una prioridad para el gobierno. El presupuesto federal de seguridad disminuyó en términos reales. Las transferencias a estados y municipios tuvieron igualmente un recorte. La Policía Federal (PF) detuvo su crecimiento en 2012: hay en 2016 apenas 900 policías federales más que al final de la administración Calderón. La Gendarmería acabó siendo una caricatura de la propuesta inicial, con cinco mil elementos en vez de los 40 mil prometidos en campaña (ver gráficas 4 y 5).
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En las fases tempranas de la administración esto no parecía un problema. Durante 2013 y 2014 el número de homicidios iba decididamente a la baja. El gobierno se anotaba constantemente puntos con la captura de importantes cabecillas de la delincuencia organizada. El operativo federal en Michoacán parecía un éxito rotundo, al menos en lo concerniente al desmantelamiento de Los Caballeros Templarios. La coordinación parecía estar mostrando sus bondades.
Pero luego vino la noche de Iguala, la cual dejó al desnudo la vulnerabilidad, corrupción e incompetencia de las instituciones de seguridad y justicia, particularmente en el ámbito local. En medio de la crisis desatada por la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa, el gobierno federal trató de reaccionar poniendo en la mesa una agenda de transformaciones estructurales y reviviendo una vieja propuesta de la administración Calderón: el mando único estatal.
Esa agenda, sin embargo, naufragó rápidamente. Por varias razones, pero una resulta crucial: no había ningún sentido de urgencia entre las autoridades responsables, particularmente en la Secretaría de Gobernación. Todavía en febrero de 2015, cinco meses después de Iguala y tres meses después de que el presidente Enrique Peña Nieto presentara su decálogo de seguridad, Miguel Ángel Osorio Chong, secretario de Gobernación, declaraba lo siguiente: “Nuestro país está en los mejores niveles de seguridad de los últimos 10 años… tuvimos la mejor cifra de incidencia delictiva total desde 2007 […] Desde 1997, sólo en 2000 y 2005 tuvimos una cifra similar”.9
Ante tamaño optimismo nadie en el Congreso o en la administración pública iba a sentir la menor presión para actuar con celeridad en la transformación institucional. Si el gobierno afirmaba que se podía con lo que se tenía, ¿cuál era la prisa para cambiar?
Hasta que, por supuesto, ya no se pudo. La tendencia en los homicidios se revirtió y el gobierno no tuvo más respuesta que la negación. Y cuando la negación se volvió insostenible, las autoridades sólo pudieron anunciar que implementarían una intervención no especificada en 50 municipios que concentran al 42% de los homicidios del país.
La selección de esos municipios ha sido motivo de múltiples y fundadas críticas.10 Pero me parece que hay un problema adicional y más serio: el gobierno federal simple y sencillamente no cuenta con suficientes recursos para hacer intervenciones simultáneas contra el homicidio en 50 municipios, cualesquiera que éstos sean. Valga como ilustración un hecho reciente: de acuerdo con una fuente de la Comisión Nacional de Seguridad, cuando la Policía Federal debió ser enviada a Oaxaca y Chiapas para atender los bloqueos carreteros de maestros, fue necesario trasladar a elementos que estaban en funciones de seguridad en Acapulco.
Dicho de otro modo, el gobierno quiere, pero no puede. Y no puede porque no tiene medios suficientes para actuar. Y no los tiene, porque no los quiso construir.

Conclusión tentativa (y posiblemente equivocada)

El gobierno de Enrique Peña Nieto cometió dos errores. Uno, al considerar que el problema de la violencia era fundamentalmente de gestión política, no de ausencia de capacidades subyacentes. Dos, al comprar su propia propaganda y suponer que la reducción de la violencia en 2013 y 2014 era producto de su política de seguridad y no de dinámicas locales altamente específicas. Eso condujo a no observar con detenimiento la evolución del submundo criminal y a abandonar el esfuerzo de transformación institucional.
Los resultados están a la vista: casi 90 mil homicidios en cuatro años de gobierno. 50 mil más, con toda probabilidad, en los próximos dos años. En total, se acumularán aproximadamente 140 mil homicidios durante la administración Peña Nieto, casi 20 mil más que en el gobierno anterior. Al cierre del sexenio la tasa de homicidios se ubicará, más o menos, sobre 22 por 100 mil habitantes, exactamente donde la dejó Calderón. Por decir lo menos, no es un saldo positivo para una administración que hizo de la reducción de la violencia una de sus principales banderas.
Y hacia adelante, ya en el gobierno siguiente, ¿qué puede esperarse? Si se retoma el esfuerzo de transformación institucional eventualmente aparecerá la proverbial luz al final del túnel. Pero eso bien puede tomar varios años. La violencia se ha vuelto estructural, endémica y trágicamente mexicana. No se irá pronto. 

Fuente.-Alejandro Hope
Analista de Seguridad. Socio Consultor en GEA Grupo de Economistas y Asociados.

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