Le llamaremos Andrés, porque como muchos otros en todo el país, teme que se publique su nombre.
Andrés es policía investigador en un municipio de México. Le contrataron dos años atrás. En este lapso ha tomado dos cursos sobre manejo de armas y uno sobre técnicas de investigación, impartido por una compañera suya, que consistió en la exhibición de unas láminas de Power Point, con información obtenida en Internet.
Los otros cursos, que debían durar tres semanas en promedio, fueron acortados a dos días. El jefe le necesita en la calle, ocupándose de los 50 casos sin resolver que se empolvan sobre su mesa de trabajo.
Ataviado con las herramientas de sus tres cursos y su experiencia de dos años andando los seis municipios que cubre su zona de investigación, llega a la oficina a las 9, en una ciudad que no es la suya, donde paga una renta distinta a la que paga en la otra, en la que vive su familia. Andrés gana 14 mil pesos mensuales y no tiene ninguna prestación laboral que incluya acceso a vivienda. No alberga siquiera esperanzas de comprar, algún día, una casa propia.
Cuando cruza el pórtico de la pequeña oficina que sirve de despacho a los ocho policías que integran la “unidad investigadora”, sabe que le restan, al menos, 12 horas de trabajo.
Sobre su escritorio, despojos de viviendas, asesinatos, robos. Los demás expedientes reposan sobre los escritorios de sus compañeros. Los ocho integrantes de este equipo tienen como encargo, en teoría, el desmantelamiento de redes locales de delincuentes comunes, injusticias, asesinatos, “suicidios” y accidentes.
La zona de cobertura de la unidad abarca seis municipios, cientos de miles de habitantes y tres horas en automóvil de un extremo al otro. En este lugar, los asesinatos parecen noticia repetida. La prensa solo tiene instrucción de cubrirlos si suman más de cinco muertos en el mismo evento.
Andrés sale de su oficina a la primera diligencia. El coche que le asignaron, uno de cuatro que completan la flotilla de la unidad, otra vez está fallando. Pero él no tiene dinero para la reparación. Lo poco que le queda debe conservarlo para la gasolina.
En su maleta, la laptop que está pagando a plazos y utiliza para llenar los oficios de sus avances investigativos. Si no la tuviera debería buscar un cibercafé para hacer el papeleo. A veces aún debe hacerlo, en la oficina escasea el papel y la tinta.
Con las mínimas precauciones de un ojo alerta, llega al vecindario donde debe hacer la investigación de campo. Lo acompaña, anclada en su cintura, su pistola de mano. Pero allí nadie quiere contarle algo. Aunque encuentra a los familiares de quienes investiga, todos dicen tímidamente que “no quieren meterse en problemas”. Le cierran amablemente la puerta de alguna pista real.
Son las tres de la tarde. Andrés busca algún restaurante en el barrio que sirva alimentos suficientes con los 50 pesos de viáticos que le han otorgado. Durante el descanso de la comida, observa a su alrededor a los jóvenes apostados en las esquinas, los que pasean en los barrios usando automóviles que no podrían comprar con los raquíticos sueldos de los empleos locales. Andrés también sabe quiénes son los reporteros de la zona que han “puesto” a sus colegas con los jefes de plaza, para ganarse su confianza.
El sol de las cuatro de la tarde aún quema, pero debe continuar para que no le atrape la noche en la carretera. Él también le teme a la carretera, como muchos de los habitantes de estos municipios donde la ley del narco se ha convertido en la única regla de cumplimiento verdadero.
Cuando ha terminado la rutina de visitar casas donde nadie le dice nada, de observar sitios que le confirman que mucho de lo que ve pasa por la corrupción disfrazada de reglas de gobierno, Andrés vuelve a su habitación en la ciudad donde tiene su base, para descansar antes del día siguiente.
Antes de dormir, en el noticiero encuentra los videos de la Marina, o el Ejército, cuyos operativos son cuestionados por violaciones a derechos humanos. Los observa con añoranza, porque “ellos tienen el apoyo de una corporación, alguien los respalda”. Cuando le pregunto cuál es el sentimiento que le invade más a menudo, contesta sin cortapisas: la soledad.
Eso y la sensación de que ya no le mueve nada ver muertos, trabajar con muertos, oler muertos, escuchar el llanto de quien llora a los muertos. Andrés piensa más en la gasolina que no tiene para llenar el tanque de su coche de trabajo al día siguiente, en la reparación que otra vez, no le alcanza para pagar de su bolsillo.
Piensa, otra vez, que algún día pueden llegar también por él, que pueden salir de una casa cuando llegue solo, con su pistola anclada en la cintura, cuando viaje solo en carretera, cuando se hospede solo en los hoteles baratos que puede pagar con sus viáticos, cuando esté solo en la soledad de quien podría salvar a México, pero no le alcanza.
Fuente.-