Enrique Peña Nieto parece estar contento consigo mismo, siempre. Enrique Peña Nieto dice que el país se mueve, se mueve. Enrique Peña Nieto argumenta (que) no es necesario cambiar nada, absolutamente nada. Con ello el Presidente demuestra que padece un autismo político –con perdón para los autistas– que alarma y manifiesta todos sus síntomas. Como cualquier autista, ríe sin tener motivos aparentes para hacerlo; actúa como si estuviera sordo; no tiene ninguna apreciación del peligro; habita un mundo propio. Un mundo raro. Un planeta paralelo.


Sus discursos lo revelan, su reacción inapropiada ante Ayotzinapa lo ejemplifica, su (el) nombramiento de Arturo Escobar lo confirma. El Presidente vive en una burbuja. Vive sin entender la realidad que lo rodea. Repite palabras y frases de manera obsesiva, como la noche del Grito de Independencia, ante un Zócalo semi-vacío? No responde de manera normal frente a los estímulos externos. Ha desarrollado una discapacidad que afecta el desarrollo de su gestión y amenaza con despedazarla. Su cerebro no funciona como el de un político que quiere y sabe cómo usar el poder. No reacciona como un líder con reflejos rápidos frente a retos permanentes. Se le ve desenganchado, se le ve desorientado, se le ve cada día más distante del país que dirige. Viaja a Nueva York en vez de liderar el luto nacional sobre Ayotzinapa.


La anormalidad es cada vez más evidente. El desfase es cada vez más preocupante. Los síntomas están allí y emergen a diario. El Presidente afirma que su gobierno está comprometido con la verdad cuando –en caso tras caso– la PGR parece empeñada en ocultarla. El Presidente apela a indicadores verificables y medibles, cuando la mayor parte de la población dice creerle poco o nada cuando los reitera. El Presidente habla de la reinvención del sistema de procuración de justicia y el combate a la corrupción, cuando el caso de OHL demuestra que no es así. El Presidente habla de estrategias económicas que han dado resultados, cuando millones de mexicanos sienten que su situación económica ha empeorado.


Pero como todos los autistas políticos, Peña Nieto enfrenta un déficit de sensibilidad. Al igual que los pobladores de mundos propios, se resiste al cambio y no cree que sea necesario llevarlo a cabo. Insiste en presentar listas de logros aunque a nadie ayuden. Insiste en exhibir números aunque sean políticamente irrelevantes. Insiste en hablar de leyes que ha impulsado aunque sigan tan atoradas como el Sistema Nacional Anticorrupción. Insiste en la eficacia de las instituciones aunque la población no concurra. Insiste en mantener en el puesto a Gerardo Ruiz Esparza aunque los costos políticos sean cada vez más altos. El Presidente gobierna el país que existe únicamente en su cabeza y no encuentra referentes en la realidad.


Por ello no sorprende que –como los autistas– tenga problemas para comunicar su mensaje. Por ello no llama la atención que –como los autistas– enfrente dificultades para entenderse con los padres de Ayotzinapa. Por ello es explicable que –como los autistas– insista en rutinas, rituales, movimientos repetitivos. No puede evitarlo, no puede controlarlo, no puede aliviar un mal que ni siquiera comprende. No reacciona ante las mismas experiencias como lo hace la mayoría de los mexicanos. No pide ayuda porque no cree que la necesita. No entiende la tristeza que despierta su gobierno porque es incapaz de sentirla en carne propia. Sin saber cómo reaccionar ante Ayotzinapa, Tlatlaya, Tanhuato, Ostula, la fuga de “El Chapo”, la “casa blanca”, OHL, los conflictos de interés, la depreciación del peso y de la imagen internacional que construyó, el Presidente ha perdido el piso. Tumbado sobre él y con la mirada perdida, Peña Nieto no entiende o desestima las críticas. No sabe por qué la prensa internacional repite un diagnóstico de confusión, estancamiento, depresión, desánimo, desorientación.


Para mala fortuna de los mexicanos, el autismo es incurable. La enfermedad presidencial no tiene remedio ni salvación. Enrique Peña Nieto continuará exhibiendo la conducta que lo ha caracterizado, continuará demostrando la falta de realismo que lo ha acorralado, continuará viviendo la fantasía sobre sí mismo que Televisa le ayudó a elaborar y a vender. México está en la frontera del caos y el Presidente no sabe qué hacer. México enfrenta la tormenta perfecta y el Presidente cree que tan sólo es una llovizna. Al país lo gobierna alguien que dice transformar la realidad cuando se rehusa a aprehenderla. México llora y su Presidente sólo sabe sonreír.